Jesús
resucitó. Ésa es una verdad fundamental en la fe cristiana. Y creemos que,
también nosotros, estamos llamados a resucitar con Él.
Hace
algunos años, fui durante la Semana Santa a un pueblo aragonés, para colaborar
con el párroco en la preparación de las acciones litúrgicas. Uno de esos días,
mantuve una conversación con uno de los lugareños sobre temas relativos a la fe
en Jesús. Sin duda, tras su aspecto tosco, se escondía un corazón piadoso y de
gran fe. Sin embargo, en el momento de afrontar el tema de la resurrección de
los muertos, aquel hombre lo negó rotundamente. Eso no podía ser. En todo caso,
como mucho, podía aceptar que Jesús hubiera resucitado; pero de ahí a creer que
todos vamos a resucitar... ¡ni hablar!
Entonces
me acordé del discurso de Pablo en Atenas, ante la estatua "al Dios desconocido". Pablo desarrolló un discurso
modélico, pero al llegar al tema de la resurrección de los muertos, se echaron
a reír y dejaron de escucharle. (Lo puedes leer en el libro de los Hechos de
los Apóstoles, capítulo 17, versículos del 22 al 34).
Parece
que la opinión de aquel hombre de pueblo con el que me encontré es más general
de lo que pensamos. Hay mucha gente que cree la mayoría de las verdades
cristianas, pero no acepta la resurrección de los muertos.
Sin
embargo, creer que Cristo ha resucitado es fundamental en nuestra fe. San Pablo
dice que, si no fuera así, seríamos los más desgraciados de todos los hombres.
Y tiene razón. Estaríamos poniendo nuestra esperanza en un muerto. Un hombre
genial, sí. Pero un muerto.
Pero,
afortunadamente, Cristo ha resucitado. Y su resurrección es esperanza y
anticipo de nuestra propia resurrección. Sí, los cristianos creemos en la
resurrección de los muertos. Como ya hemos dicho en páginas anteriores, creemos
que la muerte no es el final definitivo, que la muerte no tiene la última
palabra. Creemos que después de esta vida hay otra vida, definitiva,
eterna y maravillosa: en ella no habrá dolor, ni sufrimiento, ni muerte.
Creer
en la otra vida, no nos lleva a despreciar la vida presente. Con cierta ironía,
yo suelo rezar: "Señor, creo en la
resurrección, pero que tarde un poco". Porque amo esta vida. Quizá
demasiado. En el fondo, soy de los que rezan con la boca pequeña aquello de "ven, Señor Jesús" (¿te
acuerdas?).
Algunos
pensadores han acusado a la religión de hacer que el ser humano sueñe con un más
allá olvidándose del aquí y del ahora; o sea, que como
esperamos el Cielo, no trabajamos por mejorar la Tierra. Si has estudiado
Bachillerato, seguro que has aprendido algo del marxismo; sabrás que ésta es su
crítica del cristianismo, en particular, y de la religión en general. “La religión es el opio del pueblo”,
afirmará Marx; porque, según él, la
religión adormece a la gente, la atonta, y entonces no se produce la rebelión
que Marx esperaba de todos los
proletarios.
Esto
podría ser cierto en otras épocas; hoy no. Los cristianos tenemos muy claro que
el Cielo comienza aquí en la Tierra, que no lo podemos dejar todo para el más allá.
Creer en Dios y en la vida eterna no debe llevarnos a desentendernos de este
mundo presente, sino a trabajar por hacer que se parezca, cada vez más, al
mundo futuro; por conseguir que la Tierra se parezca cada día más al Cielo.
Sabemos
que la salvación ya nos ha sido regalada en Cristo, pero todavía no de manera
definitiva. Sin embargo, hay una continuidad entre el presente y el futuro,
entre el aquí y el más allá.
Por eso
hablamos de resurrección de la carne.
Los cristianos creemos no sólo en la resurrección de las almas, sino también en
la resurrección de los cuerpos.
Dicho
así, se nos presentan ciertas dificultades. La que suelen plantearme los
alumnos en clase es: ¿y con qué cuerpo
resucitaremos, con el de los 7, el de los 15, el de los 40, o el de los 76
años?
Creer
en la resurrección de la carne no significa que este cuerpo, tal como hoy
existe, vaya a resucitar. Es evidente que mi cuerpo se pudrirá en el sepulcro o
será convertido en cenizas.
Entonces,
¿qué quiere decir que los cuerpos resucitarán?
Tradicionalmente,
las grandes religiones (y también muchos filósofos) han distinguido en el ser
humano una parte material (el cuerpo) y una parte espiritual (el alma). La
tendencia ha sido siempre a considerar que el alma es lo más puro, lo hermoso,
lo que vale la pena; mientras que el cuerpo es lo pecaminoso, lo impuro, lo que
nos apega a la tierra. Esto lleva a
creer que el alma es incorruptible e inmortal, mientras que el cuerpo es
absolutamente corruptible y mortal.
Los
cristianos no acabamos de estar de acuerdo con todo esto. Es verdad que cada
ser humano está compuesto de alma y cuerpo, pero ambas no pueden separarse
radicalmente. El individuo íntegro es alma y cuerpo, no sólo un alma que
accidentalmente tiene un cuerpo, y tal vez luego otro. Es decir, todo mi mundo
interior, mi realidad espiritual, mi alma, viviendo en otro cuerpo, ya no sería
yo. Y este cuerpo que veo en el espejo cuando me miro, o sea, mi cuerpo,
animado por otro espíritu, tampoco sería yo. Cada uno de nosotros es único e irrepetible.
Por eso
no aceptamos, por ejemplo, la teoría de la reencarnación. Según esta creencia,
el cuerpo muere y el alma se reencarna en otro cuerpo. Para nosotros eso no es
posible. Nosotros creemos en la resurrección: todo yo, íntegramente, no sólo una
parte de mí, participaré de la vida eterna. Porque cada uno de nosotros es un
ser único e irrepetible. Hay una cierta continuidad entre el aquí
y el más
allá. No será otra persona quien goce de la resurrección, sino cada uno
de nosotros. Los textos que se leen en los funerales nos lo recuerdan
claramente: "Lo veré yo mismo, no
otro; mis propios ojos lo contemplarán. Y en esta carne mía contemplaré a Dios,
mi Salvador".
Es
evidente que nuestra corporeidad en el más allá no será igual que en el aquí.
Ya cuando hablábamos de Jesús resucitado, decíamos que los apóstoles reconocían
en él al mismo que habían visto morir en la cruz, pero a la vez lo
descubrían diferente. Su cuerpo conservaba las heridas de la cruz, pero ya
no necesitaba llamar a la puerta para entrar en casa.
Por
eso, el argumento en el que se basa la película “The body”, en la que Antonio Banderas representa el papel de un
sacerdote, no tiene demasiado sentido. Aunque se encontrara el cuerpo de Jesús
en una tumba, como imagina esa película, eso no negaría la resurrección de
Jesús.
Evidentemente,
resulta muy difícil explicar todas estas realidades. Ya conoces el chiste: se
debe de estar muy bien por allá, porque nadie ha vuelto para
contárnoslo.
No
sabemos, pues, como serán estas cosas. Pero la fe nos dice que viviremos para
siempre con Jesús, participando de su vida divina.
La palabra de Jesús:
"Había un enfermo,
Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. María era la
que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos; su
hermano Lázaro estaba enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús:
- Señor, aquel a quien conoces, está enfermo.
Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba
ya cuatro días en el sepulcro. Betania estaba cerca de Jerusalén como a unos
quince estadios, y muchos judíos habían venido a casa de Marta y María para
consolarlas por lo de su hermano. Cuando Marta supo que había venido Jesús,
le salió al encuentro, mientras que María permaneció en casa. Dijo Marta a
Jesús:
- Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi
hermano. Pero, aun ahora, yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo
concederá.
Jesús le dice:
- Tu hermano resucitará.
María le dice:
- Ya sé que resucitará en la resurrección del último
día.
- Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí,
aunque haya muerto vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá para
siempre. ¿Crees tú esto?
Ella le dice:
- Sí, Señor. Yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de
Dios, el que tenía que venir al mundo.
Dicho esto, se fue a llamar a su hermana María y le
dijo al oído:
- El Maestro está ahí y te llama..
Ella, en cuanto lo oyó, se levantó rápidamente y se fue
donde él. Jesús todavía no había llegado al pueblo, sino que seguía donde
Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con María en casa,
consolándola, al ver que se levantaba rápidamente y salía, la siguieron
pensando que iba al sepulcro para llorar allí.
Cuando María llegó donde estaba Jesús, al verle, cayó a
sus pies y le dijo:
- Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría
muerto.
Viéndola llorar Jesús y viendo que también lloraban los
judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente, se turbó, y dijo:
-¿Dónde lo habéis puesto?
Le respondieron:
- Señor, ven y lo verás.
Jesús se echó a llorar. Los judíos entonces decían:
- ¡Cómo le quería!
Pero algunos de ellos, dijeron:
- Éste, que abrió los ojos al ciego, ¿no podría haber
hecho que éste no muriera?
Entonces Jesús se conmovió de nuevo en su interior y
fue al sepulcro. Era una cueva y tenía puesta encima una piedra. Dice Jesús:
- Quitad la piedra.
Le responde Marta, la hermana del muerto:
- Señor, ya debe oler mal, porque lleva cuatro días
enterrado.
Insistió Jesús:
- ¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?
Quitaron, pues, la piedra. Entonces, Jesús levantó los
ojos al cielo y dijo:
- Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía
yo que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para
que crean que tú me has enviado.
Dicho esto, gritó con fuerte voz:
- ¡Lázaro! ¡Sal fuera!
Y salió el muerto, atado de pies y manos, con vendas y
envuelto el rostro en un sudario. Jesús les dice:
- Desatadlo y dejadle andar".
(Del Evangelio de Juan, capítulo 11, versículos del 1
al 3 y del 17 al 43.
Jn. 11, 1-3.17-43)
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También puedes leer...
Mc. 12, 18-27 "Cuando resuciten (...) serán como
ángeles en los cielos".
"No es un Dios de muertos, sino de vivos".
Lc. 24, 36-49 "Palpadme y ved que un espíritu no
tiene carne y huesos como veis que yo tengo".
Jn. 6, 22-66 "El que come mi carne y bebe mi sangre
tiene vida eterna y yo le resucitaré el último día".
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