XIX. EL PERDÓN DE LOS PECADOS


Porque no soy perfecto, necesito ser perdonado.

Porque me siento amado, me siento perdonado.

Los seres humanos somos débiles y no siempre hacemos el bien. Sin embargo, toda persona tiene posibilidades de cambiar y mejorar su vida. Lo creo firmemente. Si no fuera así, si pensara que una persona está absolutamente marcada por su nacimiento, por su herencia genética o por sus diferentes circunstancias, no me entregaría a la educación de las nuevas generaciones. Si dedico a ello mis energías es porque creo que las personas tenemos la capacidad de superarnos día a día.

No obstante, me siento débil y muchas veces, aun sabiendo lo que sería mejor que hiciera, aun conociendo el bien, escojo otro camino. Siento que me equivoco, que mis pasos no siguen siempre el camino del bien. Y necesito saberme perdonado.

Pero, para ser perdonado, el primer paso es saber pedir perdón. Me cuesta, pero suelo hacerlo siempre que considero que he metido la pata. Pido perdón a aquellos a quienes he podido ofender o hacer daño. Y pido perdón a Dios.

Pero tú estarás pensando que es muy “chungo” eso de confesarse. ¿A que sí? Que te cuesta un montón. ¿No es eso? Que tú, en todo caso, te las arreglas directamente con Dios y ya vale.

Quiero que sepas que a mí también me cuesta confesarme. Un montón.

Me cuesta, porque me cuesta reconocer que me equivoco. Y me cuesta tener que decírselo a un cura. Sin embargo, creo que no sería lógico aceptar la mediación del sacerdote para ciertos sacramentos (el Bautismo, la Confirmación, la Eucaristía o el Matrimonio) y no querer saber nada de los curas para otros. "Ya le pido perdón a Dios directamente", dicen muchos. Pero no me bautiza Dios directamente, ni me da la comunión Él directamente. ¿Por qué cuento con los curas para unos sacramentos y para otros no quiero saber nada de ellos?

Asimismo, pidiendo perdón a través del sacerdote, sé que además de pedírselo a Dios se lo pido a todos mis hermanos bautizados, con los que formo parte de la Iglesia. Ya hemos dicho que la Iglesia es Santa (porque su cabeza es Cristo), pero está formada por pecadores. Mis errores no ensucian sólo mi vida, afectan a toda la Comunidad. Y es justo que pida perdón a esa Comunidad.

Por eso, pedir perdón no puede ser algo sólo entre Dios y yo. Fíjate: los primeros cristianos pedían perdón por sus pecados públicamente, en voz alta, ante toda la Comunidad. Eso sí que era duro, ¿no crees? Por eso, cuando las comunidades empezaron a crecer, los cristianos pasaron a confesarse en privado con el sacerdote, que representa a toda la Comunidad y a Dios. El sacerdote es la garantía del perdón. Y a mí me gusta saberme perdonado.

Y porque me gusta saberme perdonado, acostumbro a perdonar. Porque conozco mi propia debilidad, suelo comprender las debilidades de los demás. Porque cuando me siento caído busco más un abrazo que una reprimenda, intento que sea ésta mi actitud ante quienes descubro sometidos por sus debilidades.

No significa esto que todo me parezca bien, que todo lo acepte. Mi maestro en esto, como en todo, es Jesús. Él condenaba siempre el pecado, pero excusaba al pecador. A la mujer adúltera a quien todos pretendían apedrear, pero contra la que nadie osó tirar la primera piedra, Jesús le dirá: "Mujer, ¿nadie te ha condenado? Yo tampoco". De este modo le ofrecía su perdón incondicional. Sin embargo, no la felicitará por sus acciones, porque también añadirá: "Vete en paz y no peques más". Deberíamos aprender de Jesús: condenemos aquello que está mal, pero intentemos siempre salvar a las personas. Condenemos el pecado, pero excusemos a la persona.

"Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden", decimos al rezar el Padre nuestro. Es lo lógico, ¿no? ¿Cómo voy a negar a otros lo que pido para mí? Porque me sé perdonado, acostumbro a perdonar. Hubo un momento en mi historia personal en el que alguien me hizo mucho daño, un daño irreparable que cambió mi vida por completo. En aquel momento, me costaba perdonar. Se me hizo duro. Pero entonces no me atrevía a rezar el Padre nuestro; si lo hacía, me sentía un mentiroso. Algún tiempo después volví a rezarlo con absoluta sinceridad de corazón. Y te aseguro que sólo el gozo de perdonar a alguien de corazón puede igualar al gozo de sentirse perdonado.

¿Recuerdas la parábola del hijo pródigo? Te la presenté después de hablarte de Dios Padre. Porque estoy convencido de que el protagonista de esa parábola no es el hijo; es el padre. Al contarla, Jesús no pretende explicarnos cómo era el hijo. Eso ya lo sabemos, nos parecemos mucho a él. Jesús pretendía explicarnos cómo es el Padre. Por eso te la presenté después de hablarte de Dios Padre.

Si de verdad aceptamos en nuestra vida al Dios de Jesús, a este Dios que es Padre, la confesión del propio pecado deja de ser algo humillante porque se convierte, sobre todo, en confesión de la misericordia de Dios. Dios es Amor. Y como todo amor auténtico, es gratuito. Dios no nos impone condiciones. Nos ama. Y cuanto más grande es nuestra propia debilidad, más reluce su amor y su perdón. Es en la confesión de nuestro pecado donde mejor se manifiesta la misericordia y el amor de Dios.

Y si Dios es ese Padre que sale a abrazarme aun antes de que yo haya empezado a pedirle perdón, la confesión ya no es el Sacramento de la Penitencia, sino el Sacramento de la Reconciliación, el Sacramento del Perdón. Aun más. El Sacramento en el que Dios viene a buscarnos y nos da un abrazo. El Sacramento del Amor de Dios.

Claro, como todos los Sacramentos.




La Palabra de Jesús:

"Los escribas y fariseos llevan ante Jesús a una mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen:

- Maestro, esta mujer ha sido sor­prendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?

Esto lo decían para tentarle, para tener de qué acusarle. Pero Jesús, incli­nándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra. Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:

- Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.

E, inclinándose de nuevo, escribía en la tierra.

Ellos, al oír estas palabras, se fueron marchando uno tras otro, comenzando por los más viejos. Y se quedó Jesús solo con la mujer, que seguía en medio.

Incorporándose, Jesús le dijo:

- Mujer, ¿dónde están los que te acusan? ¿Nadie te ha condenado?

Ella respondió:

- Nadie, Señor.

Y Jesús le dijo:

- Pues tampoco yo te condeno. Vete y, de ahora en adelante, no peques más".

(Del Evangelio de Juan, capítulo 8, versículos del 3 al 11. Jn. 8,3-11)




También puedes leer...

Mt. 6, 9-15                   "Si vosotros perdonáis, también a vosotros os perdonará vuestro Padre  celestial".

Mt. 18, 21-35               "-¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano? ¿Hasta siete veces?
-Hasta setenta veces siete".

"¿No debías también tú compadecerte de tu compañero, igual que yo me compadecí de ti?".

Mc. 2, 1-12                  "Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene el poder de perdonar los pecados...".

Lc. 5, 29-32                 "No necesitan médico los sanos, sino los que están enfermos".

Lc. 6, 27-38                 "Al que te pegue en una mejilla, ponle también la otra".

Lc. 7, 36-49                 "Porque amó más, se le perdona más".

Lc. 15, 1-10                 "Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión"

Lc. 18, 9-14                 "Perdóname, Señor, que soy un pecador".

Jn. 20, 19-23               "Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados, les quedarán perdonados".

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