Porque
no soy perfecto, necesito ser perdonado.
Porque
me siento amado, me siento perdonado.
Los
seres humanos somos débiles y no siempre hacemos el bien. Sin embargo, toda
persona tiene posibilidades de cambiar y mejorar su vida. Lo creo firmemente.
Si no fuera así, si pensara que una persona está absolutamente marcada por su
nacimiento, por su herencia genética o por sus diferentes circunstancias, no me
entregaría a la educación de las nuevas generaciones. Si dedico a ello mis
energías es porque creo que las personas tenemos la capacidad de superarnos día
a día.
No
obstante, me siento débil y muchas veces, aun sabiendo lo que sería mejor que
hiciera, aun conociendo el bien, escojo otro camino. Siento que me equivoco,
que mis pasos no siguen siempre el camino del bien. Y necesito saberme
perdonado.
Pero,
para ser perdonado, el primer paso es saber pedir perdón. Me cuesta, pero suelo
hacerlo siempre que considero que he metido la pata. Pido perdón a aquellos a
quienes he podido ofender o hacer daño. Y pido perdón a Dios.
Pero tú
estarás pensando que es muy “chungo”
eso de confesarse. ¿A que sí? Que te cuesta un montón. ¿No es eso? Que tú, en
todo caso, te las arreglas directamente con Dios y ya vale.
Quiero
que sepas que a mí también me cuesta confesarme. Un montón.
Me
cuesta, porque me cuesta reconocer que me equivoco. Y me cuesta tener que
decírselo a un cura. Sin embargo, creo que no sería lógico aceptar la mediación
del sacerdote para ciertos sacramentos (el Bautismo, la Confirmación, la
Eucaristía o el Matrimonio) y no querer saber nada de los curas para otros. "Ya le pido perdón a Dios directamente",
dicen muchos. Pero no me bautiza Dios directamente, ni me da la comunión Él
directamente. ¿Por qué cuento con los curas para unos sacramentos y para otros
no quiero saber nada de ellos?
Asimismo,
pidiendo perdón a través del sacerdote, sé que además de pedírselo a Dios se lo
pido a todos mis hermanos bautizados, con los que formo parte de la Iglesia. Ya
hemos dicho que la Iglesia es Santa (porque su cabeza es Cristo), pero está
formada por pecadores. Mis errores no ensucian sólo mi vida, afectan a toda la
Comunidad. Y es justo que pida perdón a esa Comunidad.
Por
eso, pedir perdón no puede ser algo sólo entre Dios y yo. Fíjate: los primeros
cristianos pedían perdón por sus pecados públicamente, en voz alta, ante toda
la Comunidad. Eso sí que era duro, ¿no crees? Por eso, cuando las comunidades
empezaron a crecer, los cristianos pasaron a confesarse en privado con el
sacerdote, que representa a toda la Comunidad y a Dios. El sacerdote es la
garantía del perdón. Y a mí me gusta saberme perdonado.
Y porque
me gusta saberme perdonado, acostumbro a perdonar. Porque conozco mi propia
debilidad, suelo comprender las debilidades de los demás. Porque cuando me
siento caído busco más un abrazo que una reprimenda, intento que sea ésta mi
actitud ante quienes descubro sometidos por sus debilidades.
No
significa esto que todo me parezca bien, que todo lo acepte. Mi maestro en
esto, como en todo, es Jesús. Él condenaba siempre el pecado, pero excusaba al
pecador. A la mujer adúltera a quien todos pretendían apedrear, pero contra la
que nadie osó tirar la primera piedra, Jesús le dirá: "Mujer, ¿nadie te ha condenado? Yo tampoco". De este modo
le ofrecía su perdón incondicional. Sin embargo, no la felicitará por sus
acciones, porque también añadirá: "Vete
en paz y no peques más". Deberíamos aprender de Jesús: condenemos
aquello que está mal, pero intentemos siempre salvar a las personas. Condenemos
el pecado, pero excusemos a la persona.
"Perdona nuestras ofensas, como también
nosotros perdonamos a los que nos ofenden",
decimos al rezar el Padre nuestro. Es
lo lógico, ¿no? ¿Cómo voy a negar a otros lo que pido para mí? Porque me sé
perdonado, acostumbro a perdonar. Hubo un momento en mi historia personal en el
que alguien me hizo mucho daño, un daño irreparable que cambió mi vida por
completo. En aquel momento, me costaba perdonar. Se me hizo duro. Pero entonces
no me atrevía a rezar el Padre nuestro;
si lo hacía, me sentía un mentiroso. Algún tiempo después volví a rezarlo con
absoluta sinceridad de corazón. Y te aseguro que sólo el gozo de perdonar a
alguien de corazón puede igualar al gozo de sentirse perdonado.
¿Recuerdas
la parábola del hijo pródigo? Te la presenté después de hablarte de Dios Padre.
Porque estoy convencido de que el protagonista de esa parábola no es el hijo;
es el padre. Al contarla, Jesús no pretende explicarnos cómo era el hijo. Eso
ya lo sabemos, nos parecemos mucho a él. Jesús pretendía explicarnos cómo es el
Padre. Por eso te la presenté después de hablarte de Dios Padre.
Si de
verdad aceptamos en nuestra vida al Dios de Jesús, a este Dios que es Padre, la
confesión del propio pecado deja de ser algo humillante porque se convierte,
sobre todo, en confesión de la misericordia de Dios. Dios es Amor. Y como todo
amor auténtico, es gratuito. Dios no nos impone condiciones. Nos ama. Y cuanto
más grande es nuestra propia debilidad, más reluce su amor y su perdón. Es en
la confesión de nuestro pecado donde mejor se manifiesta la misericordia y el
amor de Dios.
Y si
Dios es ese Padre que sale a abrazarme aun antes de que yo haya empezado a
pedirle perdón, la confesión ya no es el Sacramento de la Penitencia, sino el
Sacramento de la Reconciliación, el Sacramento del Perdón. Aun más. El
Sacramento en el que Dios viene a buscarnos y nos da un abrazo. El Sacramento
del Amor de Dios.
Claro,
como todos los Sacramentos.
La Palabra
de Jesús:
"Los escribas y fariseos llevan ante Jesús a una
mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen:
- Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante
adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?
Esto lo decían para tentarle, para tener de qué
acusarle. Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la
tierra. Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
- Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le tire la
primera piedra.
E, inclinándose de nuevo, escribía en la tierra.
Ellos, al oír estas palabras, se fueron marchando uno
tras otro, comenzando por los más viejos. Y se quedó Jesús solo con la mujer,
que seguía en medio.
Incorporándose, Jesús le dijo:
- Mujer, ¿dónde están los que te acusan? ¿Nadie te ha
condenado?
Ella respondió:
- Nadie, Señor.
Y Jesús le dijo:
- Pues tampoco yo te condeno. Vete y, de ahora en
adelante, no peques más".
(Del Evangelio de Juan, capítulo 8, versículos del 3 al
11. Jn. 8,3-11)
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También puedes leer...
Mt. 6, 9-15 "Si vosotros perdonáis, también a
vosotros os perdonará vuestro Padre
celestial".
Mt. 18, 21-35 "-¿Cuántas veces tengo que perdonar a
mi hermano? ¿Hasta siete veces?
-Hasta setenta veces siete".
"¿No debías también tú compadecerte de tu compañero,
igual que yo me compadecí de ti?".
Mc. 2, 1-12 "Para que sepáis que el Hijo del hombre
tiene el poder de perdonar los pecados...".
Lc. 5, 29-32 "No necesitan médico los sanos, sino
los que están enfermos".
Lc. 6, 27-38 "Al que te pegue en una mejilla, ponle
también la otra".
Lc. 7, 36-49 "Porque amó más, se le perdona
más".
Lc. 15, 1-10 "Hay más alegría en el cielo por un pecador
que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan
conversión"
Lc. 18, 9-14 "Perdóname, Señor, que soy un
pecador".
Jn. 20, 19-23 "Recibid el Espíritu Santo. A quienes
les perdonéis los pecados, les quedarán perdonados".
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