Que es
presencia de Dios en nuestro propio corazón. Él es el aliento de todo cuanto
vive. La palabra con que hablan los profetas. La acción con la que se expresa
cada testigo.
El
Espíritu es presencia de Dios en nuestro interior. Él nos enseña a rezar y a
llamar a Dios Padre. Él nos empuja a obrar y a dar testimonio de Jesús con
nuestra propia vida. Él nos sostiene en las dificultades y su gozo nos llena en
momentos de alegría.
Tal vez
en ocasiones lo amordazamos, no le dejamos hablar por nuestra lengua ni actuar
en nuestras obras, pues ante todo somos libres. Pero él espera paciente el
momento oportuno en el que nuestro corazón, sintiendo su presencia, rinda
generoso su obrar y su pensar.
Dentro
de cada uno de nosotros late nuestro corazón. Su latido, silencioso pero
continuo, nos mantiene vivos. El corazón es la vida. Pero el corazón son
también los sentimientos, el amor y la ilusión que llenan de sentido nuestra
vida.
¡Estamos
vivos! Alguien nos ha hecho este regalo maravilloso, el regalo más grande que
alguien puede recibir. Estamos vivos y experimentamos el gozo de respirar cada
día, el gozo de saber que, incluso cuando no lo oímos, nuestro corazón late
dentro de nosotros.
Así es
el Espíritu de Dios. Él es quien late dentro de nosotros, siempre, cada día,
incluso cuando no lo oímos, cuando no
notamos su presencia. Él es el aliento de nuestro aliento, el latido de nuestro
latido. Él es el corazón que da vida a nuestro corazón. Él nos regala la vida y
nos la conserva.
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Creemos
en un solo Dios.
Pero
Dios es Padre. Dios es Hijo. Dios es Espíritu Santo.
El
Padre no es el Hijo y no es el Espíritu.
El Hijo
no es el Padre y no es el Espíritu.
El
Espíritu no es el Padre y no es el Hijo.
Pero el
Padre es Dios. El Hijo es Dios. El Espíritu es Dios. El único Dios.
La
unidad en la diferencia.
Los humanos confundimos muchas veces
unidad y uniformidad. Si buscas ambas palabras en el diccionario, verás que no
tienen el mismo significado. Una cosa es permanecer unidos y otra ser completa
y absolutamente iguales. Nuestro Dios nos recuerda que la unidad no está reñida
con la diferencia. Uno es el ser humano, pero los humanos son hombres o
mujeres, blancos o negros. Una es la Iglesia, pero su rostro varía en las
diferentes culturas. A veces tengo la impresión de que muchos problemas
(políticos y religiosos) se solucionarían si aceptáramos de una vez que la
diferencia es enriquecedora y no tiene por qué ser sinónimo de división. La
clave está en mantener la unidad respetando la pluralidad. Nuestro Dios es
único y plural.
Nuestro
único Dios es relación. Y comunión.
Como en
un coro se oyen diferentes voces, pero todas nos ofrecen una única melodía, así
nuestro único Dios nos ofrece la única melodía de su amor con voces diferentes.
La del
Padre. La del Hijo. La del Espíritu Santo.
Y todo
lo hacemos en el nombre del Padre, y del
Hijo y del Espíritu Santo.
La palabra de Jesús:
"Los once discípulos marcharon a Galilea, al monte
que Jesús les había indicado. Y, al verle, le adoraron; algunos, sin embargo,
dudaron. Jesús se acercó a ellos y les habló así:
- Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra.
Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre
del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo
que yo os he mandado. Y yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin
del mundo".
(Del Evangelio de Mateo, capítulo 28, versículos 16 al
20. Mt. 28,16-20)
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También puedes leer...
Lc. 3, 21-22 "Bajó sobre él el Espíritu Santo en
forma de paloma y vino una voz del cielo: Tú eres mi Hijo".
Lc. 10, 21-24 "Con la alegría del Espíritu Santo
exclamó: Bendito seas, Padre, porque has revelado estas cosas a la gente
sencilla".
Lc. 12, 8-12 "El Espíritu Santo os enseñará en aquel
mismo momento lo que conviene decir".
Jn. 16, 7-15 "Cuando venga él, el Espíritu de la
verdad, os guiará hasta la verdad completa".
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