X. FUE CRUCIFICADO, MUERTO Y SEPULTADO


Jesús fue condenado a muerte. Y ejecutado. Lo clavaron en una cruz. Subió al patíbulo y allí experimentó la soledad más radical que puede experimentar un ser humano: la de la muerte. Y una muerte injusta, más que cualquier otra. Y el abandono de los suyos. Y el silencio de Dios.

Fue crucificado. En realidad, los cristianos somos seguidores de un condenado a muerte. Nosotros creemos que en Él se consumó un terrible error judicial. Por eso me cuesta entender la insistencia con que algunos cristianos defienden la pena capital. Pero ésa es otra cuestión, que ahora nos desviaría del tema.

La crucifixión era el peor castigo que infligía la justicia romana. Sólo los peores eran condenados a la cruz. La cruz suponía la humillación: el condenado era expuesto públicamente; su cuerpo era colgado desnudo. Por delicadeza, en las representaciones, nosotros cubrimos el cuerpo de Jesús con un paño. Pero Jesús fue crucificado desnudo. Asimismo, la crucifixión era un castigo lento y doloroso. La agonía podía prolongarse durante horas, hasta que el reo, desangrándose al sol, moría prácticamente por agotamiento.

¿Por qué fue condenado a muerte Jesús? No es fácil concretar la respuesta a esta pregunta. Lo que sí parece cierto es que se juntaron varios elementos en su contra. Por un lado, Él había actuado siempre con entera libertad; hasta tal punto que, si era necesario, se enfrentaba con los poderosos, con los dirigentes, con los que tenían la sartén por el mango. A los escribas y fariseos, que se suponía eran el modelo a seguir, los hombres ejemplares, Jesús los llamó hipócritas y desenmascaró la vaciedad de sus conductas, sus pretensiones de ser mejor que nadie, casi de exigirle a Dios la salvación, y su falta de respeto por los demás, por todos aquellos a los que consideraban pecadores. Ya hemos dicho en páginas anteriores que uno de los gestos de Jesús que más escandalizó a sus con­temporáneos era el hecho de que, pretendiendo ser el Mesías, no pusiera ningún tipo de inconveniente en visitar a los pecadores en sus casas, en compartir con ellos la mesa.

Por otro lado, Jesús fue un Mesías muy distinto a como lo esperaba el pueblo de Israel en aquel momento histórico concreto. Fue un Mesías pacífico que en lugar de enfrentarse al invasor, a los romanos, criticó a los dirigentes de la comunidad judía. Quizá por esto muchos se sintieron defraudados. Y, tal vez, entre esos muchos estuviera Judas Iscariote, el que lo entregó.

Jesús resultaba incómodo para las clases dirigentes y decidieron quitárselo de en medio. El Sanedrín era la máxima autoridad judía en tiempos de Jesús. Una autoridad político–religiosa. Los ancianos y sacerdotes componían el Sanedrín y Jesús fue llevado ante él. Lo declararon culpable, pero en aquella época al Sanedrín no le estaba permitido ejecutar a nadie. Por eso decidieron llevarlo ante Poncio Pilato, el procurador romano. Él sí podía condenar a muerte.

Y así lo hizo. Tal vez sin demasiado convencimiento personal. Tal vez manipulado por los ancianos y sacerdotes. Tal vez por miedo a perder su puesto. Por eso decidió lavarse las manos. Decidió eludir toda responsabilidad. Él condenó a muerte a Jesús, pero no quiso hacerse responsable. ¡Cuánta gente en el mundo toma decisiones, algunas tan trágicas como ésta, y no quiere hacerse respon­sable!

Humanamente, para Jesús, la muerte suponía el fracaso de su aventura personal. Había creado una pequeña comunidad con doce amigos; había convocado multitudes que acudían a oír su palabra y solicitar sus acciones salvadoras. Había sido recibido festivamente en Jerusalén. Y, sin embargo, ahora moría solo. Condenado como un malhechor, como uno de los peores. Y solo. ¡Qué efímera es la fama entre los seres humanos! Qué poco dura el favor de la gente.

Es lógico que en algún momento de aquel primer viernes santo, Jesús se sintiera fracasado. Había confiado en doce amigos y uno de ellos le traicionó; le vendió por treinta monedas de plata. Otro negó hasta tres veces conocerlo. Los demás salieron huyendo. Nadie apostó por Él. Nadie. La multitud pidió a gritos su muerte. Y fue crucificado.

Se convirtió en la burla y el hazmerreír de todos. Él, que dijo ser el Mesías; Él, que habló de su gran intimidad con Dios; Él, que devolvía la vista a los ciegos, que curaba enfermos y resucitaba muertos... Él, moría ahora en una cruz sin que Dios hiciera nada por evitarlo. Si algún judío aún dudaba, ésta era la prueba definitiva: ni Mesías, ni Hijo de Dios, ni nada. Si fuera de verdad el Hijo de Dios, Dios le habría bajado de la cruz. Pero no le bajó.

¿Dónde estaban ahora sus amigos? ¿Dónde la multitud que le seguía? ¿Dónde los enfermos que curó, los pecadores a quienes perdonó? ¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Y dónde estaba Dios?

Quienes tenemos fe experimentamos muchas veces el silencio de Dios, esa soledad radical en el fondo de nuestro corazón, como si Dios se hubiera marchado de vacaciones, como si no se diera cuenta de que necesitamos su ayuda. Muchos hombres y mujeres a lo largo de la historia de la humanidad han encontrado aquí la principal dificultad para creer en Dios. Si el hombre sufre, Dios no existe. Si hay injusticia, Dios no existe. Si hay dolor, Dios no existe. Si hay muerte, Dios no existe.

En las páginas dedicadas a la omnipotencia divina, hemos hecho ya un intento de respuesta. Pero cuando el dolor acucia, las respuestas no sirven de mucho. Simplemente, uno se sienta ante su Dios y le pregunta. Simplemente deja que ese silencio, que al inicio enfada y rebela, se vaya convirtiendo en un bálsamo que suaviza las heridas. Sólo entonces, el silencio es la mejor palabra.

Nunca olvidaré aquella ocasión en que Jaume (entonces, mi alumno; hoy, mi amigo), con lágrimas en los ojos me preguntó, en la biblioteca de la escuela, por qué Dios había matado a su amiga. Su amiga había muerto en un accidente de moto. Intenté explicarle que no era Dios quien la había matado y, cuando pareció entenderlo, hube de explicar por qué Dios, en cualquier caso, permitía su muerte a una edad tan temprana. En aquel momento acepté que, en medio del dolor, todas las razones del mundo serían inútiles para hacerle comprender.

Por eso me gusta recomendar a mis alumnos que se planteen ciertas cuestiones en momentos de paz y no esperen a que la vida, con algún golpe bajo, les obligue a cues­tionarse. Hay momentos en los que a la razón le resulta muy difícil dar luz al corazón dolido. Hay momentos en los que, sin que el ser humano pueda acabar de entender bien por qué, Dios calla, Dios guarda silencio.

También Jesús hizo esta experiencia. También Él, que era el Hijo de Dios; Él, que era la Palabra de Dios hecha carne; también Él, sufrió y lloró el silencio de Dios. También Él se sintió abandonado por Dios. Y en la soledad de su dolor y de su cruz, exclamó: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"

En la primera Navidad, Jesús se encarnaba, haciéndose niño en un pesebre. En el primer viernes santo, Jesús lleva esa encarnación hasta el extremo, hasta las últimas consecuencias, hasta la muerte. Sin dejar de ser Dios. En la cruz descubrimos el verdadero Dios y el verdadero hombre. Es como si el palo vertical de la cruz, ese palo que une el cielo y la tierra, le uniera a la divinidad, y el brazo horizontal le hiciera abrazar toda la humanidad. "Los brazos en abrazo hacia la tierra, el mástil disparándose a los cielos", dirá el poeta León Felipe; "este equilibrio humano de los dos man­damientos": el amor a Dios y el amor a los demás.

Aquel mismo día fue enterrado. Imagínate la escena. Imagínate ese cuerpo todavía joven (la tradición habla de treinta y tres años) bajado de la cruz sin vida y puesto en los brazos de su madre. Si eres capaz de imaginar por un instante el dolor de esta escena, comprenderás ahora la profundidad de una obra escultórica tan importante como es la Pietà de Miguel Ángel.

Unos pocos amigos lo bajaron de la cruz y lo enterraron. Todo había terminado.

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Y, sin embargo, muy pronto, los cristianos comenzaron a dar un significado salvífico a la muerte de Jesús. Pronto empezaron a entender que la muerte de Jesús no era una simple consecuencia de una serie de acontecimientos sin fortuna. Pronto comprendieron que Jesús había sido condenado a muerte, pero que Él había aceptado voluntariamente esa muerte desde el momento que aceptó ser hombre. En el huerto de los olivos, Jesús experimenta un dolor que le lleva hasta el extremo de sudar sangre. Un extremo que médicamente se juzga posible, no se trata de ningún milagro. En su dolor, suplica al Padre que le libre de ese mal trago, pero acaba aceptando sin reservas su voluntad.

Por eso los cristianos, en esa imagen de dolor y muerte, de sangre y lágrimas, descubrieron muy pronto una escena de amor. El amor de Dios llevado hasta el extremo. Un amor universal, para toda la humanidad. Pero un amor que cada uno de nosotros puede vivir como personal. San Pablo, en una de sus cartas, exclamará: "Me amó y se entregó a la muerte por mí" (Gálatas, 2,20).

Por eso la cruz se convirtió, para los cristianos, en signo de salvación. Imagina: si alguien de la época de Jesús que hubiera permanecido congelado se despertara hoy de pronto, sin duda encontraría muchas cosas que le llamarían la atención. Y una de ellas sería ver cruces en todas partes: en iglesias, en hospitales, en escuelas, en las casas... La sensación que tendría sería la misma que experimentaríamos nosotros si, en vez de cruces, halláramos sillas eléctricas. Porque para él, la cruz no sería más que un patíbulo, un instrumento de ejecución. Pero, para nosotros, la cruz se ha convertido en signo de salvación.

Ésta es la razón por la cual siempre que participamos de la Eucaristía, (siempre que vamos a Misa, dirías tú), recordamos la muerte de Jesús. La celebramos. Aunque parezca una cosa muy bestia celebrar la muerte de alguien. Pero es que en esa muerte, todos hemos sido salvados de la muerte.

A lo largo de los siglos, Dios fue enviando al pueblo de Israel diferentes profetas, que animaban al pueblo a mantener la fidelidad a Dios. El final de los profetas siempre era triste. Como eran una conciencia denunciante, resultaban incómodos y, la mayoría, morían asesinados. Tal vez Dios pensó que si nos enviaba a su Hijo sería distinto. Pero el corazón del hombre es muy obstinado.

No obstante, aún más obstinado es el corazón de Dios en su amor incondicional. Y del desastre, siempre obtiene algo bueno. De la oscuridad hace brotar la luz. De la nada toda la existencia. Y de la muerte la vida eterna.




La palabra de Jesús:

Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los apóstoles y les dijo:

- Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer, porque os digo que ya no la comeré más hasta que se cumpla en el Reino de Dios.

Tomó luego pan y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo:

- Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros. Haced esto en recuerdo mío.

De igual modo, después de cenar, la copa diciendo:

- Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre que es derramada por vosotros".

(Del Evangelio de Lucas, capítulo 22, versículos del 14 al 16 y del 19 al 20.
Lc. 22, 14-16.19-10)








Salió Jesús y, como de costumbre, fue al monte de los Olivos y los discípulos le siguieron. Llegados al lugar, les dijo:

- Pedid que no caigáis en la tentación.


Y se apartó de ellos como un tiro de piedra. Puesto de rodillas oraba diciendo:

- Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.

Entonces, se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba. Y, sumido en agonía, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían al suelo.

(Del Evangelio de Lucas, capítulo 22, versículos del 39 al 44.   Lc. 22, 39-44)




Pilato les entregó a Jesús para que fuera crucificado. Tomaron, pues,  a Jesús y él, cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo se dice Gólgota, y allí le cru­cificaron y con él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio.

Pilato redactó también una inscripción y la puso sobre la cruz. Lo escrito era: “Jesús el Nazareno, el Rey de los Judíos”. Esta inscripción la leyeron muchos judíos, porque el lugar donde había sido cru­cificado Jesús estaba cerca de la ciudad, y estaba escrita en hebreo, latín y griego. Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato:

- No escribas “el Rey de los judíos”,  sino “éste ha dicho Yo soy el Rey de los judíos”.

Pilato respondió:

-Lo escrito, escrito está.

(Del Evangelio de Juan, capítulo 19, versículos del 16 al 22.  Jn. 19, 16-22)




Llegados al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a él y a los mal­hechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía:

-Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.

Se repartieron sus vestidos echando a suertes.

(Del Evangelio de Lucas, capítulo 23, versículos 33 y 34.  Lc. 23, 33-34)


Desde la hora sexta (mediodía, aproximadamente) hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona (tres de la tarde). Alrededor de la hora nona, clamó Jesús con fuerte voz:


-Elí! Elí! Lemá sabactaní?

Que quiere decir:

-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?

Al oírlo, algunos de los que estaban allí decían:

-A Elías llama éste.

Enseguida, uno de ellos fue a coger una esponja, la empapó en vinagre y, sujetándola a una caña, le daba de beber. Pero los otros dijeron:

-Deja, a ver si viene Elías a salvarle.

Pero Jesús, dando de nuevo un fuerte gritó, entregó el espíritu.

(Del Evangelio de Mateo, capítulo 27, versículos del 45 al 50.  Mt. 27, 45-50)







Había un hombre llamado José, miembro del Consejo, hombre bueno y justo, que no había asentido al consejo y proceder de los demás. Era de Arimatea, ciudad de Judea, y esperaba el Reino de Dios. Se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús, y después de descolgarlo, lo envolvió en una sábana y lo puso en un sepulcro excavado en la roca, en el que nadie había sido puesto todavía. Era el día de la preparación y estaba a punto de comenzar el sábado.

Las mujeres que habían venido con él desde Galilea fueron detrás y vieron el sepulcro y cómo era colocado su cuerpo.

Y, regresando, prepararon aromas y mirra. Y el sábado descansaron según el precepto.

(Del Evangelio de Lucas, capítulo 23, versículos 50 al 56.  Lc. 26, 50-56)





También puedes leer...

El relato completo de la Pasión de Jesús, en cualquiera de sus cuatro versiones. Léelo sabiendo que se trata de una historia de amor inmenso.

Mt. 26-27

Mc. 14-15

Lc. 22-23

Jn. 18-19



Y también..

Mt. 12, 1-12                             "Les envió a su hijo diciendo: a mi hijo lo respetarán".

Mc.8,31-33.9,30-32                "Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho".

Jn.10, 11-18                            "Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas".

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