La fe
no es creer algo. La fe es, sobre todo, creer en Alguien. No es creer una serie de cosas, sino creer en un ser
personal. La fe es creer en Dios.
Creo en
Dios. En uno solo. A pesar de los muchos que me salen al encuentro. A pesar de
tantas voces como intentan seducirme. A pesar de tantos señores que me exigen
servidumbre.
Creo en
un solo Dios. Y con mayúscula. Porque sólo uno puede ser el verdadero. Yo no
creo en esas sagas de dioses que se portan como humanos. Creo en un solo Dios,
al que imagino como humano, porque sólo como tal sé imaginarlo. Pero Él no es
humano, Él no es como yo... aunque en mí mismo, hecho a su imagen y semejanza,
hallo a veces pistas que me indican cómo es Él.
Pero mi
Dios, el único en quien creo, no puede ser representado, ni imaginado, ni
encerrado en una definición. Él sobrepasa mi pensamiento y mi inteligencia.
Porque es Dios. Y no puede ser encerrado en algo tan pequeño como mi mente.
Por eso
Dios no puede ser un mero objeto de la ciencia, en tal caso no sería Dios. Es
cierto que nuestra razón puede hacer un esfuerzo para acercarse hasta Él. Lo
que yo estoy haciendo ahora con mis palabras, ¿no es un intento de razonar la
existencia de Dios? Sin embargo, de un modo absoluto, nadie podrá nunca
demostrar la existencia de Dios, pero tampoco podrán demostrar nunca que no
existe. Es una cuestión de fe. De fiarse.
Muchos
de los que dicen no creer en Dios, en realidad sí que aceptan su existencia. Lo
que ocurre es que no acaban de comprender el porqué de ciertas cosas, la pasividad
de Dios (al menos aparente) ante ciertos acontecimientos. Pero, en el fondo,
muchos creen en Él.
Siempre
recordaré un viaje Barcelona–Zaragoza en coche de línea. Un matrimonio comenzó
a discutir en voz alta sobre la existencia de Dios. Eran gente de campo, no
parecía que tuviesen grandes estudios. Eran sencillos, pero su discusión
alcanzó un cierto nivel. Y un cierto volumen. La mujer defendía la existencia
de Dios; el marido la negaba. En un momento de la discusión y como queriendo
zanjarla, el marido exclamó: "¡Que
no! ¡Yo no creo en Dios! Y el día que lo vea se lo voy a decir".
A lo
largo de estos años he ido descubriendo que algo muy parecido experimentan
muchos de mis alumnos: en el fondo, aceptan o intuyen que Dios existe, pero lo
que ocurre es que no están de acuerdo con Él, no pueden comprenderlo. Y es que
Dios, ya lo hemos dicho, no puede ser encerrado en la mente humana.
Por
este motivo no existe un nombre con que poder nombrarlo. Cuando Moisés quiso
conocer el nombre de quien le enviaba, Dios le contestó: "Yo soy el que soy". Dios no puede ser encerrado en un
nombre. Por eso no existe un nombre con que poder nombrarlo. Es verbo. Es. Y no puede ser substantivado.
Por eso
hay que nombrarlo sólo con adjetivos (que, éstos sí, pueden ser substantivados):
el Altísimo, el Todopoderoso, el Misericordioso...
"Yo soy".
Es. Existe. Por sí mismo. Nadie
le ha dado la existencia. Es.
Y eso
basta. Aunque yo no alcance a comprender exactamente cómo es.
La Palabra de
Jesús:
Uno de los escribas se acercó a Jesús y le preguntó:
- ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?
Jesús le contestó:
- El primero es: escucha, Israel; el Señor es Dios, el
Señor es uno. Amarás al Señor, tu
Dios, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: amarás a tu
prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos.
El escriba le dijo:
- Muy bien, maestro. Tienes razón al decir que Dios es
único y que no hay otro fuera de Él. Y amarle con todo el corazón, con toda
la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo
vale más que todos los holocaustos y sacrificios.
Y Jesús, viendo que le había contestado con sensatez,
le dijo:
- No estás lejos del Reino de Dios.
(Del Evangelio de San Marcos, capítulo 12, versículos
del 28 al 34. Mc. 12, 28-34)
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También puedes leer...
Jn. 1, 1-18 "Y el Verbo se hizo hombre".
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